Probablemente,
cuando este artículo vea la luz ya se habrá producido la respuesta de
las armas sobre Afganistán, el régimen Talibán, Osama Bin Laden o su
gente. Tanto da, parece ser, uno como otros. Pero permanecer callado y a
la espera de esta especie de teatro de operaciones en el que estamos
siendo actores, porque de nuestro futuro se trata, es una omisión gravísima
o una aceptación culpable de los proyectos bélicos reiteradamente
proclamados por los gobernantes de los Estados Unidos, y exigidos por
los ciudadanos americanos que reclaman 'venganza'.
A quien discrepa,
casi se le considera traidor, y se le vigila cuando se manifiesta para
que no sufra daño.
La callada aceptación oficial de Occidente,
esencialmente la de los países europeos, me lacera en lo más profundo
del corazón y debe llenarnos de desesperación. Se oyen grandes
discursos, se emiten importantes acuerdos de principio, pero se acepta e
incluso se comparte la respuesta violenta.
Que Estados Unidos iba
a reaccionar como anuncia que lo hará, o como ya ha podido hacerlo -
invasión de Afganistán, acciones bélicas de comandos, bombardeos,
acciones encubiertas-, era lógico y esperado, pero la sumisión
simiesca de todos no era previsible.
Así, resulta preocupante que
países como Francia o España no hayan alzado la voz en forma clara
para decir no, para no aceptar la solución violenta como única
posible, para desvelar la gran mentira de la 'solución final' contra el
terrorismo; es lo que me ha hundido en una profunda depresión de la que
apenas me recupero con la resolución 1373 del Consejo de Seguridad de
la ONU de 30 de septiembre de 2001 sobre medidas contra el terror.
No es
posible que viva en un país que sufre el terrorismo desde hace más de
treinta años y que día a día clama por la legalidad y el Estado de
derecho para hacerle frente, y que ahora se ponga el casco militar y
decida ayudar sin límite a un hipotético bombardero de la nada, a una
masacre de la miseria; a un atentado a la lógica más elemental, de que
la violencia engendra violencia y que la espiral del terrorismo, de los
terrorismos -porque no todos son iguales ni en sus génesis, ni en
desarrollo o finalidad-, se alimentan con más muertos, sean del color
que sean, y ese aumento de víctimas garantiza la justificación de su
actitud e incluso le otorga más 'legitimidad' para continuar su acción
delictiva.
Alguien ha dicho que el terrorismo, especialmente el
integrista islámico, o fundamentalista, es una amenaza difusa, pero
sobre todo es una realidad preocupante y cruel desde hace tiempo, y
constituye un fenómento al que, entre todos, y especialmente los
países occidentales -respecto a los cuales no apuesto por su
supremacía como desgraciadamente ha dicho el primer ministro italiano-,
hemos contribuido a dar forma con nuestra propia intransigencia, con la
diferencia, con la imposición de 'lo nuestro' frente a 'lo otro', con
el rechazo de todo aquello que es diferente a nuestra cultura o incluso
a nuestra 'religión civilizada'.
Occidente y sus jerarquías
políticas, militares, sociales y económicas han estado más ocupados
del progreso abusivo y vergonzante de la producción, la especulación y
el beneficio globalizados, que de una adecuada redistribución de la
riqueza, de una política de exclusión social, que de una mayor
atención a la integración de los pueblos o de una política de
inmigración progresista y solidaria; del mantenimiento y exigencia de
la deuda externa, que de la implementación de recursos en esos países
a los que ahora se les pide ayuda o comprensión, o a los que se amenaza
con la guerra final, con la 'justicia infinita' o con la paz duradera.
Por esas omisiones conscientes ahora se sufren las consecuencias
terribles de una violencia irracional extrema y fanáticamente
religiosa.
Sin embargo, la paz o la libertad duraderas sólo pueden
venir de la mano de la legalidad, de la justicia, del respeto a la
diversidad, de la defensa de los derechos humanos, de la respuesta
mesurada, justa y eficaz. Como decía Víctor Hugo: 'El Derecho
está por encima del Poder', y debe mostrar a éste el camino y el
respeto a esos principios tradicionales que constituyen la esencia de la
civilización moderna y que le dan forma y contenido a la misma.
En definitiva, no se puede construir la paz sobre la miseria o la
opresión del fuerte sobre el débil; y, sobre todo, no se puede olvidar
que habrá un momento en el que se tengan que exigir responsabilidades
por las omisiones y por la pérdida de una oportunidad histórica para
hacer más justo y equitativo este mundo.
No estoy pensando ahora en las
responsabilidades criminales de los que idearon y ejecutaron los
terribles hechos del 11 de septiembre. Ésas corresponde fijarlas a la
Justicia Nacional o Internacional, como a los servicios policiales o de
inteligencia compete buscar y mostrar las pruebas para que el juicio sea
factible y justo.
No es de recibo decir: 'Tengo las pruebas, pero no las
hago públicas porque puedo perjudicar las fuentes'. ¡No!; esto no es
serio. Esto, sencillamente, es ilegal. Por cierto, todos han establecido
la definitiva responsabilidad de Osama Bin Laden, y probablemente la
tenga, como último líder indiscutible del terrorismo fundamentalista
islámico, o como inductor inmediato de los crímenes, pero no debemos
olvidar que estamos ante un delito atroz, pero ante un delito al fin y
al cabo que necesita un proceso de acreditación e imputación y de un
juicio público.
Sin embargo, lo cierto es que, simultáneamente al
hecho de aprobarse la resolución del Consejo de Seguridad y de la que
ayer inició su debate en la Asamblea General, todos los países
occidentales aceptan la eliminación física de aquél y sus adeptos.
Es
decir, se predica la legalidad y a la vez se prescinde de la misma,
aduciendo la necesidad y la urgencia para acabar con el peligro que la
organización terrorista representa, e igualmente se exige la
aceptación sin condiciones de que 'existen' pruebas que, curiosamente,
están siendo analizadas por los políticos y no por los jueces y, con
base a ello, se sentencia a los 'culpables' y a los que no lo son.
Realmente grave.
Tampoco me refiero ahora a las posibles
responsabilidades, por omisión culpable de todos los servicios de
seguridad, inteligencia y policiales de EE UU, en la no prevención de
la masacre. Supongo que ésta, antes o después, se conocerá y se
exigirá en la justa medida de la magnitud de la catástrofe.
Realmente,
la responsabilidad de la que quiero hablar es aquella que se puede
reprochar no sólo a los talibán, por su régimen de opresión y
represión en Afganistán, sino a los gobernantes de los países
occidentales que, de forma irresponsable, han generado y siguen
generando, a través de la cobertura de los medios de comunicación, una
psicosis de pánico en el pueblo afgano ante la inminencia de la
invasión y a la previsible masacre, y que les ha obligado a una huida
hacia una supuesta seguridad y libertad, pero que realmente les conduce
hacia una más que segura catástrofe humana. ¿Quién responderá de
estas muertes?; ¿y del hecho en sí de las migraciones forzadas?
Probablemente a nadie de aquellos interese que mueran unos cuantos miles
de afganos porque, a pesar de los grandes discursos, su suerte ya
está echada.
Pero la respuesta que yo quiero y que estoy seguro desean
el pueblo americano y el mundo entero civilizado, si se explican bien y
con rigor la situación y el fenómeno, no es desde luego la militar,
sino aquella que parte necesariamente del Derecho mediante la
elaboración y la aprobación urgente de una Convención Internacional
sobre el terrorismo que unifique los conceptos e incluya las normas que
regulen los tipos de investigación y cooperación policial y judicial;
que eliminen cualquier traba para la investigación en países o
enclaves con opacidad fiscal; o la obligación de descubrir las cuentas,
bienes y denunciar a sus titulares; la desaparición del principio de
doble incriminación; la creación de un espacio único universal, lo
que supone necesariamente la urgente ratificación del Estatuto de la
Corte Penal Internacional, y la conceptuación del terrorismo como un
crimen contra la humanidad perseguible bajo el principio de justicia
penal universal; la desaparición de la extradición y su sustitución
por la simple entrega de los responsables; la creación de una
auténtica Comunidad de Inteligencia; la creación de un Observatorio
Internacional sobre terrorismo, y la ayuda a los países afectados para
que amplíen sus recursos, no militares, sino humanitarios, culturales,
económicos...
Es cierto que en esa línea se ha pronunciado el Consejo
de Seguridad de Naciones Unidas; pero, ¿en qué medida no se va a
quedar la iniciativa de principios en una simple norma de estantería?
¿Qué sanciones se impondrán a los países que no cumplan? Europa ha
dado un paso más, pero también debería no perderse en disquisiciones
inútiles sobre unos u otros terrorismos.
Creo que ha llegado el tiempo
de que los principios de soberanía territorial, derechos humanos,
seguridad, cooperación y justicia penal universal se conjuguen en un
mismo tiempo y con un sentido integrador. Éste y no otro debe ser el
fin de la gran coalición de Estados frente al terrorismo.
Probablemente
se me dirá que todo esto es una utopía o incluso una entelequia. Sin
embargo, aspiro a vivir en un mundo en el que lo racional se imponga
ante lo absurdo; a que por una vez el concepto de Comunidad
Internacional sea interdependiente y no errático y contradictorio; a
que se entienda que la razón de la fuerza no da fuerza a la razón,
sino que la elimina. Y, que si ha sido posible un acuerdo para la
aplicación del artículo 5 del Tratado del Atlántico Norte, aunque no
se entiendan ni la decisión ni el sentido de la misma por cuanto la
amenaza del terrorismo no es externa, en especial en el caso del
terrorismo islámico que surge o puede surgir en cualquier país en el
que prenda la yihad islámica o guerra santa, porque sus raíces se
hunden en conceptos deformados de una religión o en una convicción
extremista de esa manifestación, también debe ser posible aspirar algo
más que al mero engrase de la maquinaria de la guerra. En definitiva, a
unos acuerdos o decisiones políticas que ofrezcan una respuesta de
alcance equivalente en el sentido expuesto.
Ahora es el momento de
descubrir la talla y la envergadura histórica y ética de nuestros
políticos y gobernantes, como hombres de Estado, y no como títeres en
manos de otros. Si hay una cosa clara hoy día, después del 11 de
septiembre, es que no existe ninguna zona segura en el mundo y que
cualquier país que minusvalore esta realidad sufrirá, antes o
después, las mismas consecuencias que se han vivido en Nueva York y
Washington.
No deben ser la prepotencia y la cólera las que primen
aquí y ahora, sino la humildad y la necesidad de una coordinación y
cooperación efectivas en todos los ámbitos, y especialmente en lo
político, policial y judicial, para combatir y hacer frente a uno de
los retos más graves del nuevo siglo: el terrorismo, frente al que se
debe abandonar la falsa idea romántica o pseudoprogresista de que hay
terrorismos buenos o 'nacionalistas' que se pueden defender, y
terrorismos malos o 'extremistas' que se deben combatir, porque ello
constituye, además de una visión miope del fenómeno, una
degeneración de la misma naturaleza de aquél y una concepción
políticamente perversa que perjudica tanto como las propias acciones de
las organizaciones terroristas.
La fecha del 11 de septiembre de 2001
quedará impresa en la memoria del mundo de forma imborrable; la
solidaridad con las víctimas de todas las nacionalidades, y no sólo
americanos, perdurará por siempre. Pero, precisamente la magnitud de la
catástrofe, la actitud frente al futuro y la decisión para combatir el
fenómeno criminal del terrorismo deben ser revolucionarias y
magnánimas a favor de esa paz que las propias creencias religiosas de
quienes la proclaman exigen.
Ya sabemos cuáles son las consecuencias de
la violencia y de las armas; probemos ahora la fuerza de las manos
unidas por la Paz, el Derecho y Contra el Terrorismo. Ésta es la única
respuesta, aunque probablemente no será la que se aplique...¨
Baltasar Garzón es magistrado de la Audiencia Nacional de
España