RADIO INTERNACIONAL FEMINISTA-FIRE - JULIO 2006
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ENTRE
SILENCIOS Y OLVIDOS:
Recuperar,
elaborar y difundir la memoria tiene un sentido vital y político que ha
impulsado a las mujeres a superar el silencio y el olvido de las
distintas memorias que hasta ahora conforman las culturas patriarcales y
que, generalmente, relegan el espacio para la expresión de esa memoria.
¿Existe
una memoria específica de las mujeres? ¿por qué y cómo hacer memoria
de las mujeres? ¿a quiénes incluye? ¿podemos construir historia con
esa memoria? Estas interrogantes guian las reflexiones que comparto hoy.
Si
nos atenemos a la definición primaria de qué es la memoria el
diccionario nos dice que es la “facultad síquica por medio de la cual
se retiene y se recuerda el pasado”, esa facultad se expresa tanto
individual como colectivamente pero, como plantean las categorías del
feminismo, esta condición de retener, traer al presente y hacer
permanente el recuerdo está, indudablemente, determinada por relaciones
de poder que dictan quién recuerda, qué recuerda y qué se registra de
esos recuerdos. Y entonces
tiene sentido la pregunta ¿se permite recordar a las mujeres? ¿se ha
dado valor a los recuerdos de las mujeres?
Las
evidencias nos muestran que no, que lo que se ha reconocido como la historia,
la memoria no ha hecho más que perpetuar un orden en el que las
realizaciones de los hombres como género y particularmente de un grupo
étnico y de una clase social, adscripción religiosa o política, así
como los espacios que ellos
ocupan son los que definen lo trascendente, lo que marca los períodos
históricos, los personajes importantes, en fin los que dan forma al
pasado y referencia identitaria a las personas y los pueblos. La historia y la memoria se han elaborado en clave masculina.
Para las
mujeres este orden ha reservado el espacio doméstico,
invisibilizado y desvalorizado.
La memoria dominante nos ignora y ni siquiera tenemos pasado,
como escribió una vez Carolina Vásquez Araya no tenemos nombre propio,
desconocemos nuestra historia y con ello nuestra identidad que ha sido
designada desde los lugares de poder. Pero vivimos en un tiempo en el que la memoria está en el centro de las reivindicaciones, para recuperar identidad, para dar fuerza a los discursos, para reclamar espacios, para vislumbrar utopías. Develar el pasado con otros referentes, indagar con nuevas miradas, iluminar los espacios antes ocultos. Interpretar esos hallazgos y dotarlos de significado para más y más mujeres ha sido el aporte de muchas teóricas, filósofas, políticas, artistas, mujeres anónimas quienes transgrediendo la norma patriarcal de callar y obedecer han preservado la memoria, han burlado la tutela y nos han legado gestos, rituales, símbolos, escritos, creaciones artísticas y sobre todo, la palabra. Una
palabra sesgada que, al menos en el idioma español, niega y descalifica
lo femenino pero que, ahora resignificada, es un instrumento poderoso
para nombrar a las ancestras, reconocer a las mujeres de hoy y construir
espacios de autoridad para los saberes y haceres de las mujeres.
Hoy
las mujeres somos herederas de las Evas satanizadas que comieron
del fruto del árbol del conocimiento rebelándose contra la
prohibición de nombrar lo femenino en primera persona, de diosas como
Ixchel patrona del parto y de la luna, inventora del arte de tejer y
que, además, es una de las pocas deidades del panteón maya, o de
Malintzin-Malinche, sospechosa de traición, signo del mestizaje.
Nuestro presente se está elaborando con esos legados que hacen
despertar las conciencias lo cual, como escribió Adrianne Rich,
es estimulante pero a la vez “también puede ser confuso,
desorientador y doloroso” costo que, sin embargo, muchas mujeres
están dispuestas a pagar.
Un
breve recorrido histórico que destaca los nombres de mujeres
fundamentales en la historia del feminismo, surgido en Europa hace casi
tres siglos al calor de las promesas de la modernidad y la ilustración,
constituye el sustrato del feminismo en las tierras americanas.
Efectivamente, las ideas de libertad, fraternidad e igualdad
traspasaron fronteras y llegaron si bien con algún retraso a las
élites criollas de nuestros países.
El siglo XIX –con la excepción previa de Sor Juana Inés de la
Cruz en el siglo XVII- empieza a registrar en América Latina nombres de
las primeras mujeres que tuvieron acceso a las letras.
En Guatemala entre las más conocidas:
Dolores Bedoya y
Pepita García Granados que, por excepcionales han sido registradas
aunque de manera marginal en la historia.
Hacia
la segunda mitad de ese siglo los esfuerzos se hicieron colectivos,
surgió el primer períodico redactado por mujeres “La Voz de la Mujer”
en 1885 y dos años más tarde “El Ideal” que si bien tuvieron
escasa difusión son testimonio del interés de las mujeres por
expresarse más allá de las cuatro paredes de sus hogares.
Sin olvidar, por supuesto, que miles de mujeres indígenas y
ladinas pobres estaban excluidas de cualquier espacio que no fuera el
trabajo servil tanto en la casa patronal como en sus hogares.
Este
despertar de las mujeres guatemaltecas ha sido documentado, entre otras
historiadoras, por Marta Elena Casaus quien nos revela cómo se fue
gestando un movimiento de mujeres –de élite, de la capital o lo más
de Quetzaltenango- quienes desde la segunda mitad del siglo XIX hasta
los años cuarenta del siglo XX escribían, opinaban, empezaban a
reclamar el voto femenino
[2]
. Desde otros
espacios las trabajadoras también se expresaron, organizaron una
primera huelga en 1925 y se incorporaron –si bien en minoría- a
algunos de los sindicatos de la época.
La
llegada del siglo XX marca también un hito en la memoria-historia de
las mujeres: es el momento en el que las mujeres iniciaron su ingreso a
la universidad, como
plantea Clara Meneses (1985:11) posiblemente en 1902, Berta Strecker “al
tener el título de Bachiller fue la primera mujer que se inscribió en
la Facultad de Medicina, dejando esos estudios porque los estudiantes le
hacían una guerra fría, teniendo como único propósito el egoísmo,
que una mujer se pusiera al nivel científico de ellos; a ese respecto
dijeron en un periódico que: “la miel no se había hecho para el pico
del zope”, descalificando el hecho de que una mujer pretendiera
realizar estudios universitarios.
Tal era el conservadurismo y la resistencia masculina que fue
hasta 1919 cuando Olimpia
Altuve ingresó formalmente a la universidad siendo la primera mujer
graduada en el área de química y farmacia. Más de veinte años
después, en 1942, se graduó la primera mujer médica Dra. María
Isabel Escobar. En 1926
[3]
y 1943 se graduaron las primeras abogadas de que se tenga
noticia: Luz Castillo Díaz Ordaz vda. de Villagrán y Graciela Quan,
quienes no pudieron ejercer su profesión ya que, como no se reconocía
la
ciudadanía a las mujeres, no gozaban de derechos cívico-políticos, no
tenían “fe pública”.
Cabe
destacar, por otro lado, que debido el racismo y la discriminación
económica que configuran a la sociedad guatemalteca, las mujeres
indígenas hicieron su ingreso a las aulas universitarias mucho más
tarde. Fue hasta los años setenta, que se graduó la primera mujer
indígena como médica: Dra. Flora Otzoy.
Desde
entonces la matrícula femenina en las universidades no ha dejado de
aumentar hasta constituir mayoría en algunas profesiones. Sin embargo, lo femenino y las mujeres continúan
invisibilizados, en la cotidianidad universitaria no se
incorpora el pensamiento, el lenguaje, los aportes de las
mujeres. Esas instituciones
continúan reproduciendo la cultura patriarcal, el racismo y el
clasismo. Y eso se traduce objetivamente en la inexistencia de espacios
autorizados para investigar, enseñar o aprender acerca de las mujeres:
no existen salvo una que otra excepción cursos de feminismo o de
historia de las mujeres, ni bibliografía suficiente y adecuada o
asignación de recursos para investigar.
Lo del olvido se eleva a categoría de política institucional.
Se sigue negando estatus científico a paradigmas como el feminismo o la
cultura maya a las que se acusa de parciales, se sigue manteniendo la
idea de que lo universal -masculino por supuesto- es lo único válido.
Pero
esa visión trasciende los muros académicos, incluso los esfuerzos por
documentar la memoria reciente que se hacen desde otros lugares –siempre
cargados de poder- han olvidado a las mujeres y, en un gesto de
reparación tardía las han “agregado” .
Asimismo los lugares públicos –como los museos por ejemplo-
donde se guarda y exhiben objetos tangibles de la memoria ¿Y qué decir
de otros recursos? Los periódicos, el cine, la fotografía, los libros,
y ahora la red, todos reproducen esa ceguera de género y nos muestran
épocas pasadas y acontecimientos presentes donde prevalece lo masculino
y si se incluye a las mujeres es en calidad de objetos sexuales,
compañeras complacientes o, en el otro extremo como mujeres
superpoderosas, temibles: en fin mujeres inexistentes.
Pero
las mujeres aún con recursos escasos, leyendo entre líneas, haciendo
labor de “arqueología”, resistiendo los embates culturales
patriarcales cuyos símbolos y significados se incrustan en la piel,
estamos reivindicando nuestras memorias, en plural porque somos
diversas. Y reclamamos este derecho universal y básico, que nos cubre a
todas independientemente de quiénes seamos y de nuestros orígenes, que
nos acompaña durante toda la vida y ojalá después de la muerte porque
también reivindicamos ser recordadas. Merecemos tener historia. Que
nuestras memorias sean convertidas en historia.
En este camino las francesas y anglosajonas,
las españolas y en nuestro continente chilenas, mexicanas, argentinas
nos han aportado luces, aprovechando que
“la
Escuela de
los Annales (1929) consiguió ensanchar los campos de la historia,
incorporando a ella las prácticas cotidianas, las conductas ordinarias
y las mentalidades comunes, la historiografía francesa facilitó el
desarrollo de una historia de la mujer, al hacer posible una transición
de lo político a lo social, lo cotidiano y lo personal” (Correa y
Ruiz).
En este
proceso la teoría y la práctica feministas han sido fundamentales para
redefinir y ampliar las nociones del significado histórico, para
interrogar y revelar el pasado y el presente de las mujeres, para
valorar otras fuentes. Incluso
para cuestionar las periodizaciones históricas que hasta ahora han
estado marcadas por las hazañas masculinas, guerreras la mayoría.
Asimismo
un aporte vital de esta nueva forma de hacer historia ha sido restituir
la dignidad a las mujeres, romper con la visión de víctimas,
subordinadas y oprimidas que transmite sin ningún pudor la historia
patriarcal. Dejar
de ser víctimas para constituirse en actoras sociales, como reivindica
actualmente un grupo de mujeres que está indagando en clave femenina
las causas y los efectos del conflicto armado interno en Guatemala.
Entre
los silencios y los olvidos, entre la memoria y la historia, las mujeres
hoy estamos recordando lo vivido, la violencia en los cuerpos femeninos,
la descalificación de los saberes, la condena al silencio, el recuento
de “las querellas” y los agravios. Este momento es necesario para
reclamar el “lugar que se nos ha arrebatado”, pero al mismo tiempo
también estamos trayendo al presente las resistencias y los gestos
transgresores de nuestras ancestras estamos honrando sus memorias,
creando nuestras historias y re-creando
la cultura. Referencias
bibliográficas Carrillo,
Lorena Sufridas hijas del pueblo: la huelga de las escogedoras de café
de 1925 en Guatemala. Guatemala,
CIRMA. En: Mesoamérica; Año 15; No. 27; junio 1994; pags. 157-173 Casaus
Arzú, Marta Elena Las redes teosóficas de mujeres en Guatemala: la
Sociedad Gabriela Mistral, 1920-1940.
España, Universidad Autónoma de Madrid,2001. En:
Revista Complutense de Historia de América, no. 27.
pp. 219-255 Correa,
María José, Ruiz, Olga Memoria
de las mujeres: espacios e instancias de participación Prensa
Feminista, Centros anticlericales Belén de Sárraga y Teatro Obrero. Meneses
A. de Soto, Clara Biografía
de Magdalena Spínola. Guatemala, Tipografía Nacional,1985. 1]
Socióloga, Maestra en Ciencias Sociales.
Co-fundadora y coordinadora del programa radiofónico feminista
“Voces de Mujeres” que surgió en 1993. |