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VIOLENCIA CONTRA LAS MUJERES Y CONTRALORIA SOCIAL EN LOS CAMPAMENTOS EN HAITÍ

María Suárez Toro, RIF

Recuerdo una de las primeras canciones populares que cambiaron el imaginario sobre la violencia contra las mujeres cuando el tema era un secreto a voces y no existía un reconocimiento político, social y cultural de que la violencia contra las mujeres.

 

“Mi nombre es Lucas” salió al hit parade por ahí de finales de la década de los ochenta del siglo pasado. En una voz suave, casi susurando, nos dice Lucas que ella es la vecina del piso de arribo y si la oyes gimiendo y doliendo, aunque no sepas lo que está pasando, te lo puedes imaginar.


Cambió los imaginarios porque nos dio a conocer que la violencia contra las mujeres que sucede en la intimidad de los hogares tiene voz, una voz que hay que escuchar desde su propio sentido.


Así me pasó tres noches seguidas en el asentamiento en Puerto Príncipe dónde nos hospedaos cuando fuimos a solidarizarnos con el pueblo haitiano después de terremoto, a hacer duelo con ese pueblo y a cubrir lo que pasa en Haití con las mujeres.


Se sabe, no hay que comprobar a estas alturas de la historia que la violencia contra las mujeres en Haití tiene las mismas proporciones que en el resto del mundo: una de cada tres mujeres. Se sabe, no hay que comprobar a estas alturas de la historia que en situaciones de desastres naturales la tendencia a que aumente la violencia contra mujeres y niñas es muy alta.


No se sabe a ciencia cierta cómo está ocurriendo esto en Haití actualmente porque hay relatos, pero no hay testimonios con nombres y lugares, no datos recopilados. Unas narrativas dan cuenta de una mujer que fue rescatada de los escombros por un hombre que luego la violó. Otros relatan acerca de una adolescente que se escondía en unos escombros porque había quedado sola y que unos hombres entraron a saquear el lugar y cuando la encontraron la violaron y la asesinaros. Cuentan que una mujer fue interceptada por dos individuos en una calle cuando cargaba su saco de arroz distribuido por las agencias humanitarias y que no solo le robaron el saco sino que la mataron.


Cuentan. Son los gritos del silencio. Hay otros que gritan y luego se desvanece su voz en el murmullo de la sanción social que sucede cada noche en los asentamientos improvisados.


Es febrero y es la una de la mañana y estoy durmiendo en nuestra tienda de campaña a la orilla de un gran asentamiento de más de 1,000 personas que perdieron sus casas en el terremoto el pasado 12 de enero en la ciudad.


Una voz se queja en la oscuridad de la noche. Inmediatamente surge y se expande como la onda expansiva de los temblores, el murmullo de gente que sanciona. Continúa y se expande hasta que desaparece en el retorno del silencio.

Como con “Lucas” la vecina de todo el mundo, no se si la sanciona a ella para que calle y el resto pueda dormir o al hombre para que la deje de agredir para que viva en paz.

Duele, como duelen los gritos del silencio.  Amanece el sol en desvelo por ella y por todas. Cada noche oscura trae una nueva queja en un lugar distinto del asentamiento.

Comienza  una vez más la  protesta de alguna mujer, se desata el murmullo que sanciona sin saber a quién y vuelve a caer el silencio y amanece el desvelo.

La próxima vez voy a ir con una traductora a mirarle los ojos a las mujeres, aunque nunca sabré a ciencia cierta las múltiples razones de sus desvelos.